He vivido en esta casa casi toda mi vida, salvo lapsos que interrrumpen esa continuidad, distinguidos por la poca capacidad para sobrevivir en el mundo exterior sin ciertas garantías. La fachada de piedra de esta mansión, ahora convertida en mesón, combina balcones, ventanas unidas entre sí como los lados de un prisma que se sumerge en la casa; y detalles curvos suavizando los bordes y las distancias. Las paredes, cubiertas por papel tapiz, están partidas por una línea de madera que marca el principio del techo.
La organización de este hotel está a cargo de Raquel, una mujer de largos cabellos negros, siempre cepillados, y faldas que algunos días dejan ver sus piernas fuertes, nunca más allá de las rodillas. Recorre con sigilo cuartos y pasillos. Vigila a sus inquilinos. Mantiene limpios hasta los más escondidos rincones. La cocina es su lugar preferido sin duda. Pasa allí la mayor parte del tiempo, prepara un platillo tras otro como si fuese un ritual de su religión, aunque en realidad es sumamente católica.
Hay cosas que paso por alto desde hace mucho, como cuánta gente vive aquí o sus nombres. Van y vienen viajeros, estudiantes y trabajadores desarraigados que disfrutan de un lugar donde cenar sin ser molestados. En todo caso, mis amigos no gustan de venir, a pesar de la suntuosa arquitectura, o el jardín donde solía descansar hace algunos años. No los culpo, en el fondo desconfío de cada muro como si los pasadizos que de niña imaginaba en verdad estuvieran ahi, pero en forma de madrigueras para los demonios más terribles.
Otra vez no puedo concentrarme y necesito estudiar. Es una frustración perenne que me persigue hasta que el día se desvanece y no he terminado ni el principio de mis deudas académicas. Debo regresar a mi cuarto, dejar de fumar, tratar de dormir para intentarlo otra vez mañana; pero pensar en apagar la luz, en esa oscuridad infame, me convence a quedarme aquí en la sala aunque Raquel afirme que va contra las reglas de convivencia dormir con la cabeza recargada en la mesita de estar: No está aquí para evitarlo, y es la hora de los espejismos.
Si bien he sido educada para distinguir constantemente entre realidad y ficción, esto no impide que ciertas sensaciones me invadan, producidas por eventos poco alejados de mi imaginación; como ahora, cuando esta mujer entra a la sala sin notarme. Sus manos, apenas iluminadas por la lámpara del centro, toman al gato y lo avientan. Se posa en el sillón. Dobla los cojines con su prominente cuerpo, alguna vez hermoso. Su incomodidad frunce su ceño, deforma su boca. No tiene la belleza de una flor marchita, sólo la amargura de un lago que se estanca. Sin haberse complacido de su lectura (por supuesto) parte de nuevo por el pasillo hacia la penumbra, arrastrando sus pesados pies.
Me provoca un desagrado casi insuperable el desprecio que expresa por todo lo que la rodea. Escucho un grito poco sincero desde el fondo del corredor. Un hilo de sangre busca su camino entre las vetas de la madera del suelo hasta el marco de la entrada. Ha muerto, o mejor dicho, ha sido asesinada por su propio malestar. Parpadeo y la sangre y el grito desaparecen. Continúo mi lectura, apresurada por haber perdido el tiempo en este primer absurdo.
Es a medianoche cuando, si sigo despierta, el hambre me lleva a cenar algo. El primer trago de café me recuerda la existencia de las vísceras que lo reciben. Las espirales de leche se alargan y multiplican como rayos. En este amplio comedor, el humo del cigarro se desvanece a la altura del retrato.
No podía librarme de que su rostro fuese usado por la nueva sombra. Entra a la habitación y toma asiento en la cabecera. Saca un silencioso reloj de bolsillo y deposita un sombrero gris a su lado. No mira las manecillas sino la cubierta grabada de metal que asemeja una polvera. Su piel conserva la textura del óleo viejo y sus ojos revisan escrupulosamente el objeto sobre su mano.
No podía librarme de que su rostro fuese usado por la nueva sombra. Entra a la habitación y toma asiento en la cabecera. Saca un silencioso reloj de bolsillo y deposita un sombrero gris a su lado. No mira las manecillas sino la cubierta grabada de metal que asemeja una polvera. Su piel conserva la textura del óleo viejo y sus ojos revisan escrupulosamente el objeto sobre su mano.
Con delicadeza, abre la parte posterior del reloj (sospecho inservible) y extrae una llave. Se levanta, retira el cuadro cuyas formas imita. Descubre un cerrojo e inserta la llave. Una puerta, antes escondida, se abre. Permite ver el esqueleto de esta lúgubre mansión: Dos hileras de antorchas se funden en un lejano punto de fuga. La sombra (con el sombrero puesto) entra al corredor, sonriente de reencontrar su camino.
El gato maúlla afuera. Me acerco al balcón con el renovado antojo de un cigarro. La lluvia empieza a notarse en pequeños puntos oscuros sobre el barandal. El cuadro permanece en su lugar, las sillas alrededor de la mesa. Ningun borde supone otra puerta diferente a la entrada y esta donde me encuentro. El gato brinca hacia mi para refugiarse. Me inclino, me acomodo, lo acaricio mientras el mundo se llena de ruido, truenos y el golpeteo de gotas de agua sobre todas las cosas.
No sería prudente quedarme, la humedad y el frío se mezclan hasta hacerse insoportables. He de aceptar mi renovada derrota. La niebla me persigue. Me impide encontrar, a pesar del análisis minucioso, la causa de esta ansiedad. La ineficacia para transformarme en lo que quiero define estos meses. La calle vacía luce dorada y cobriza.Creo que alguien más asciende por las escaleras. El eco, la poca luz del candelabro y el extraño hueco en el sonido confunden los pasos. Una mujer, cuyos rasgos desconozco, me ignora y mira en dirección a la ventana. Con su otra mano, golpea repetidamente su pecho y llora. Parece un sufrimiento hipócrita, así que, motivada por la certeza de que no ha de responderme, no pregunto qué le sucede.
Espero no pretenda acercarse. Cierto disgusto se incrementa en mí frente a su parodia de sí misma, presentación confusa de una desgracia no creíble. La manipulación es resistida. No seré yo quien caiga en su telaraña. Su mirada permite una salida a su enojo. Tanta energía invertida en mi desdén ante su obra... Finalmente se retira de la misma manera en que hubo aparecido, en un respiro.
Creo que alguien más asciende por las escaleras. El eco, la poca luz del candelabro y el extraño hueco en el sonido confunden los pasos. Hago una pausa para recobrar el aliento. Sentada en el alféizar de la ventana intento descifrar el criterio de simetría con el que se diseñaron los barandales. Me sorprende una mano recién posada sobre uno de ellos. Una mujer, cuyos rasgos no reconozco me ignora aunque mira en dirección a la ventana. Con su otra mano golpea repetidamente su pecho y llora. Parece un sufrimiento hipócrita, así que, con la certeza de que no ha de responderme, no le pregunto qué le sucede. Espero no pretenda acercarse, cierto disgusto se incrementa en mí frente a su victimización, presentación de una desgracia falsa. La manipulación es resistida. No seré yo quien caiga en su telaraña. Su mirada permite una salida a su enojo. Tanta energía invertida en mi desdén... Finalmente se retira del mismo modo en que hubo aparecido: en un respiro.
Cada baño tiene un solo espejo sobre el lavamanos para observar si el rostro merece ser mostrado durante el día, pero el cabello chorreante muta a una madeja irregular y la impresión original adquiere otro semblante. A parte de éstos, el único espejo en la casa se encuentra colgado en este pasillo, que conduce a mi cuarto. Situado frente a una ventana resalta a las hojas grises del tapiz que lo rodea. Tiene la forma de una enorme ala de mariposa, aún más al amanecer, cuando en vez de la plata usual se disuelven el él los rojos, anaranjados y azules de las nubes. Disfruto de estos momentos como de un buen oporto. Si bien los besos curan, las muecas, manifestaciones de los que nos es desgarrador e insuperable pueden enfermarnos. No es suficiente negar nuestra desesperación. Es preciso acabar con los sueños negros cada vez que sea necesario. Cuando no estoy peleando con zorros y lobos estoy rodeada de fantasmas y miedo. No dejo de divagar y el cielo del día se nota ya en el espejo. Este lugar no es el problema, sólo una molestia. Debo partir y nunca volver aprovechando la lucidez repentina. Es en los caminos, y no en los callejones, donde se llega a alguna parte.
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